El ser humano llega como un aliento breve en la brisa de la primavera y como un susurro frágil del viento en los pliegues del tiempo. La inocencia arde en su mirada y su cálido perfume atrae al mundo que, curioso, se inclina para disfrutar de su olor. Crece como un brote tímido que germina, como verde hoja en ramaje adolescente. Se alimenta del sol y de la luna en los largos día de la juventud y sufre el fruto amargo de los aprendizajes y de la inexperiencia. Su cuerpo, sus piernas y sus brazos se alargan como lo hacen las sombras cuando el sol se inclina hacia occidente. En su mente se acumulan dudas y preguntas como negras piedras pulidas por el río. Más tarde, la vorágine de la vida se enreda entre sus manos como la madreselva lo hace entre las ramas de los árboles. Amores que inflaman el corazón sin dejar ascuas ni cenizas. Hijos que surgen como tiernos brotes en su costado. Heridas que sangran sin consuelo o cicatrizan en púrpura flor. Y llega su otoño cuando camina entre días amarillos y los recuerdos revolotean en su mente como doradas hojas de dulce y amargo sabor. Al final el ocaso se vuelve ligero y melancólico. Los huesos gastados de tanto vértigo y ajetreo se vuelven porosos y delicados como plumas en el viento. El cuerpo cansado de tantos esfuerzos y latidos se deshoja y doblega lentamente como el sol lo hace en el lejano horizonte de poniente. Al final la muerte llega sin estrépito, como otro susurro del viento en el mantel del tiempo. Y en otro lugar, otros párpados de inocente mirada, se abren al mundo que, indiferente y sabio, sigue girando y girando...